GUÍA DE LECTURA
UNIDAD: Para aprender debes comprender.
SUBSECTOR: Lengua Castellana y Comunicación.
NIVEL: NM1.
OBJETIVO FUNDAMENTAL: disfrutar de obras literarias significativas y
representativas de diversos géneros y épocas, reconociendo su valor como
experiencia de formación y crecimiento personal, contrastándola con las
visiones de realidades propias y ajenas.
APRENDIZAJE ESPERADO: Analizar los elementos centrales del
cuento (temas, personajes, ambientes)
Nombre:________________________
Curso: _______ Fecha:________________
- Trabajar de forma
completamente individual
- Leer atentamente el
siguiente cuento
La
isla a mediodía
Julio
Cortázar
La primera
vez que vio la isla, Marini estaba cortésmente inclinado sobre los asientos de
la izquierda, ajustando la mesa de plástico antes de instalar la bandeja del
almuerzo. La pasajera lo había mirado varias veces mientras él iba y venía con
revistas o vasos de whisky; Marini se demoraba ajustando la mesa, preguntándose
aburridamente si valdría la pena responder a la mirada insistente de la
pasajera, una americana de las muchas, cuando en el óvalo azul
de la ventanilla entró el litoral de la isla, la franja dorada de la playa, las
colinas que subían hacia la meseta desolada. Corrigiendo la posición defectuosa
del vaso de cerveza, Marini sonrió a la pasajera. «Las islas griegas», dijo.
«Oh, yes, Greece», repuso la americana con un falso interés. Sonaba brevemente
un timbre y el steward se enderezó sin que la sonrisa profesional se borrara de
su boca de labios finos. Empezó a ocuparse de un matrimonio sirio que quería
jugo de tomate, pero en la cola del avión se concedió unos segundos para mirar
otra vez hacia abajo; la isla era pequeña y solitaria, y el Egeo la rodeaba con
un intenso azul que exaltaba la orla de un blanco deslumbrante y como
petrificado, que allá abajo sería espuma rompiendo en los arrecifes y
las caletas. Marini vio que las playas desiertas corrían hacia el norte y el
oeste, lo demás era la montaña entrando a pique en el mar. Una isla rocosa y
desierta, aunque la mancha plomiza cerca de la playa del norte podía ser una
casa, quizá un grupo de casas primitivas. Empezó a abrir la lata de jugo, y al
enderezarse la isla se borró de la ventanilla; no quedó más que el mar, un
verde horizonte interminable. Miró su reloj pulsera sin saber por qué; era
exactamente mediodía.
A Marini
le gustó que lo hubieran destinado a la línea Roma-Teherán, porque el paisaje
era menos lúgubre que en las líneas del norte y las
muchachas parecían siempre felices de ir a Oriente o de conocer Italia. Cuatro
días después, mientras ayudaba a un niño que había perdido la cuchara y
mostraba desconsolado el plato del postre, descubrió otra vez el borde de la
isla. Había una diferencia de ocho minutos pero cuando se inclinó sobre una
ventanilla de la cola no le quedaron dudas; la isla tenía una forma inconfundible,
como una tortuga que sacara apenas las patas del agua. La miró hasta que lo
llamaron, esta vez con la seguridad de que la mancha plomiza era un grupo de
casas; alcanzó a distinguir el dibujo de unos pocos campos cultivados que
llegaban hasta la playa. Durante la escala de Beirut miró el atlas de la
stewardess, y se preguntó si la isla no sería Horos. El radiotelegrafista, un
francés indiferente, se sorprendió de su interés. «Todas esas islas se parecen,
hace dos años que hago la línea y me importan muy poco. Sí, muéstremela la
próxima vez.» No era Horos sino Xiros, una de las muchas islas al margen de los
circuitos turísticos. «No durará ni cinco años», le dijo la stewardess mientras
bebían una copa en Roma. «Apúrate si piensas ir, las hordas estarán
allí en cualquier momento, Gengis Cook vela.» Pero Marini siguió pensando en la
isla, mirándola cuando se acordaba o había una ventanilla cerca, casi siempre
encogiéndose de hombros al final. Nada de eso tenía sentido, volar tres veces
por semana a mediodía sobre Xiros era tan irreal como soñar tres veces por
semana que volaba a mediodía sobre Xiros. Todo estaba falseado en la visión
inútil y recurrente; salvo, quizá, el deseo de repetirla, la consulta al reloj
pulsera antes de mediodía, el breve, punzante contacto con la deslumbradora
franja blanca al borde de un azul casi negro, y las casas donde los pescadores
alzarían apenas los ojos para seguir el paso de esa otra irrealidad.
Ocho o
nueve semanas después, cuando le propusieron la línea de Nueva York con todas
sus ventajas, Marini se dijo que era la oportunidad de acabar con esa manía
inocente y fastidiosa. Tenía en el bolsillo el libro donde un vago geógrafo de
nombre levantino daba sobre Xiros más detalles que los habituales en las guías.
Contestó negativamente, oyéndose como desde lejos, y después de sortear la
sorpresa escandalizada de un jefe y dos secretarias se fue a comer a la cantina
de la compañía donde lo esperaba Carla. La desconcertada decepción de Carla no
lo inquietó; la costa sur de Xiros era inhabitable pero hacia el oeste quedaban
huellas de una colonia lidia o quizá cretomicénica, y el profesor Goldmann
había encontrado dos piedras talladas con jeroglíficos que los pescadores
empleaban como pilotes del pequeño muelle. A Carla le dolía la cabeza y se
marchó casi enseguida; los pulpos eran el recurso principal del puñado de
habitantes, cada cinco días llegaba un barco para cargar la pesca y dejar
algunas provisiones y géneros. En la agencia de viajes le dijeron que habría
que fletar un barco especial desde Rynos, o quizá se pudiera viajar en la falúa que
recogía los pulpos, pero esto último sólo lo sabría Marini en Rynos donde la
agencia no tenía corresponsal. De todas maneras la idea de pasar unos días en
la isla no era más que un plan para las vacaciones de junio; en las semanas que
siguieron hubo que reemplazar a White en la línea de Túnez, y después empezó
una huelga y Carla se volvió a casa de sus hermanas en Palermo. Marini fue a
vivir a un hotel cerca de Piazza Navona, donde había librerías de viejo; se
entretenía sin muchas ganas en buscar libros sobre Grecia, hojeaba de a ratos
un manual de conversación. Le hizo gracia la palabra kalimera y la ensayó en un
cabaret con una chica pelirroja, se acostó con ella, supo de su abuelo en Odos
y de unos dolores de garganta inexplicables. En Roma empezó a llover, en Beirut
lo esperaba siempre Tania, había otras historias, siempre parientes o dolores;
un día fue otra vez a la línea de Teherán, la isla a mediodía. Marini se quedó
tanto tiempo pegado a la ventanilla que la nueva stewardess lo trató de mal
compañero y le hizo la cuenta de las bandejas que llevaba servidas. Esa noche
Marini invitó a la stewardess a comer en el Firouz y no le costó que le
perdonaran la distracción de la mañana. Lucía le aconsejó que se hiciera cortar
el pelo a la americana; él le habló un rato de Xiros, pero después comprendió
que ella prefería el vodka-lime del Hilton. El tiempo se iba en cosas así, en
infinitas bandejas de comida, cada una con la sonrisa a la que tenía derecho el
pasajero. En los viajes de vuelta el avión sobrevolaba Xiros a las ocho de la
mañana; el sol daba contra las ventanillas de babor y
dejaba apenas entrever la tortuga dorada; Marini prefería esperar los mediodías
del vuelo de ida, sabiendo que entonces podía quedarse un largo minuto contra
la ventanilla mientras Lucía (y después Felisa) se ocupaba un poco irónicamente
del trabajo. Una vez sacó una foto de Xiros pero le salió borrosa; ya sabía
algunas cosas de la isla, había subrayado las raras menciones en un par de
libros. Felisa le contó que los pilotos lo llamaban el loco de la isla, y no le
molestó. Carla acababa de escribirle que había decidido no tener el niño, y
Marini le envió dos sueldos y pensó que el resto no le alcanzaría para las
vacaciones. Carla aceptó el dinero y le hizo saber por una amiga que
probablemente se casaría con el dentista de Treviso. Todo tenía tan poca
importancia a mediodía, los lunes y los jueves y los sábados (dos veces por
mes, el domingo).
Con el
tiempo fue dándose cuenta de que Felisa era la única que lo comprendía un poco;
había un acuerdo tácito para que ella se ocupara del
pasaje a mediodía, apenas él se instalaba junto a la ventanilla de la cola. La
isla era visible unos pocos minutos, pero el aire estaba siempre tan limpio y
el mar la recortaba con una crueldad tan minuciosa que los más pequeños
detalles se iban ajustando implacables al recuerdo del
pasaje anterior: la mancha verde del promontorio del norte, las casas plomizas,
las redes secándose en la arena. Cuando faltaban las redes Marini lo sentía
como un empobrecimiento, casi un insulto. Pensó en filmar el paso de la isla,
para repetir la imagen en el hotel, pero prefirió ahorrar el dinero de la
cámara ya que apenas le faltaba un mes para las vacaciones. No llevaba
demasiado la cuenta de los días; a veces era Tania en Beirut, a veces Felisa en
Teherán, casi siempre su hermano menor en Roma, todo un poco borroso,
amablemente fácil y cordial y como reemplazando otra cosa, llenando las horas
antes o después del vuelo, y en el vuelo todo era también borroso y fácil y
estúpido hasta la hora de ir a inclinarse sobre la ventanilla de la cola,
sentir el frío cristal como un límite del acuario donde lentamente se movía la
tortuga dorada en el espeso azul.
Ese día
las redes se dibujaban precisas en la arena, y Marini hubiera jurado que el
punto negro a la izquierda, al borde del mar, era un pescador que debía estar
mirando el avión. «Kalimera», pensó absurdamente. Ya no tenía sentido esperar
más, Mario Merolis le prestaría el dinero que le faltaba para el viaje, en
menos de tres días estaría en Xiros. Con los labios pegados al vidrio, sonrió
pensando que treparía hasta la mancha verde, que entraría desnudo en el mar de
las caletas del norte, que pescaría pulpos con los hombres, entendiéndose por
señas y por risas. Nada era difícil una vez decidido, un tren nocturno, un
primer barco, otro barco viejo y sucio, la escala en Rynos, la negociación
interminable con el capitán de la falúa, la noche en el puente, pegado a las
estrellas, el sabor del anís y del carnero, el amanecer entre las islas.
Desembarcó con las primeras luces, y el capitán lo presentó a un viejo que
debía ser el patriarca. Klaios le tomó la mano izquierda y habló lentamente,
mirándolo en los ojos. Vinieron dos muchachos y Marini entendió que eran los
hijos de Klaios. El capitán de la falúa agotaba su inglés: veinte habitantes,
pulpos, pesca, cinco casas, italiano visitante pagaría alojamiento Klaios. Los
muchachos rieron cuando Klaios discutió dracmas; también Marini, ya amigo de
los más jóvenes, mirando salir el sol sobre un mar menos oscuro que desde el
aire, una habitación pobre y limpia, un jarro de agua, olor a salvia y a piel
curtida.
Lo dejaron
solo para irse a cargar la falúa, y después de quitarse a manotazos la ropa de
viaje y ponerse un pantalón de baño y unas sandalias, echó a andar por la isla.
Aún no se veía a nadie, el sol cobraba lentamente impulso y de los matorrales
crecía un olor sutil, un poco ácido mezclado con el yodo del viento. Debían ser
las diez cuando llegó al promontorio del norte y reconoció la mayor de las
caletas. Prefería estar solo aunque le hubiera gustado más bañarse en la playa
de arena; la isla lo invadía y lo gozaba con una tal intimidad que no era capaz
de pensar o de elegir. La piel le quemaba de sol y de viento cuando se desnudó
para tirarse al mar desde una roca; el agua estaba fría y le hizo bien; se dejó
llevar por corrientes insidiosas hasta la entrada de
una gruta, volvió mar afuera, se abandonó de espaldas, lo aceptó todo en un
solo acto de conciliación que era también un nombre para el futuro. Supo sin la
menor duda que no se iría de la isla, que de alguna manera iba a quedarse para
siempre en la isla. Alcanzó a imaginar a su hermano, a Felisa, sus caras cuando
supieran que se había quedado a vivir de la pesca en un peñón solitario. Ya los
había olvidado cuando giró sobre sí mismo para nadar hacia la orilla.
El sol lo
secó enseguida, bajó hacia las casas donde dos mujeres lo miraron asombradas
antes de correr a encerrarse. Hizo un saludo en el vacío y bajó hacia las
redes. Uno de los hijos de Klaios lo esperaba en la playa, y Marini le señaló
el mar, invitándolo. El muchacho vaciló, mostrando sus pantalones de tela y su
camisa roja. Después fue corriendo hacia una de las casas, y volvió casi
desnudo; se tiraron juntos a un mar ya tibio, deslumbrante bajo el sol de las
once.
Secándose
en la arena, Ionas empezó a nombrar las cosas. «Kalimera», dijo Marini, y el
muchacho rió hasta doblarse en dos. Después Marini repitió las frases nuevas,
enseñó palabras italianas a Ionas. Casi en el horizonte, la falúa se iba
empequeñeciendo; Marini sintió que ahora estaba realmente solo en la isla con
Klaios y los suyos. Dejaría pasar unos días, pagaría su habitación y aprendería
a pescar; alguna tarde, cuando ya lo conocieran bien, les hablaría de quedarse
y de trabajar con ellos. Levantándose, tendió la mano a Ionas y echó a andar
lentamente hacia la colina. La cuesta era escarpada y
trepó saboreando cada alto, volviéndose una y otra vez para mirar las redes en
la playa, las siluetas de las mujeres que hablaban animadamente con Ionas y con
Klaios y lo miraban de reojo, riendo. Cuando llegó a la mancha verde entró en
un mundo donde el olor del tomillo y de la salvia era una misma materia con el
fuego del sol y la brisa del mar. Marini miró su reloj pulsera y después, con
un gesto de impaciencia, lo arrancó de la muñeca y lo guardó en el bolsillo del
pantalón de baño. No sería fácil matar al hombre viejo, pero allí en lo alto,
tenso de sol y de espacio, sintió que la empresa era posible. Estaba en Xiros,
estaba allí donde tantas veces había dudado que pudiera llegar alguna vez. Se
dejó caer de espaldas entre las piedras calientes, resistió sus aristas y sus
lomos encendidos, y miró verticalmente el cielo; lejanamente le llegó el
zumbido de un motor.
Cerrando
los ojos se dijo que no miraría el avión, que no se dejaría contaminar por lo
peor de sí mismo, que una vez más iba a pasar sobre la isla. Pero en la
penumbra de los párpados imaginó a Felisa con las bandejas, en ese mismo
instante distribuyendo las bandejas, y su reemplazante, tal vez Giorgio o
alguno nuevo de otra línea, alguien que también estaría sonriendo mientras
alcanzaba las botellas de vino o el café. Incapaz de luchar contra tanto pasado
abrió los ojos y se enderezó, y en el mismo momento vio el ala derecha del
avión, casi sobre su cabeza, inclinándose inexplicablemente, el cambio de
sonido de las turbinas, la caída casi vertical sobre el mar. Bajó a toda carrera
por la colina, golpeándose en las rocas y desgarrándose un brazo entre las
espinas. La isla le ocultaba el lugar de la caída, pero torció antes de llegar
a la playa y por un atajo previsible franqueó la primera estribación de la
colina y salió a la playa más pequeña. La cola del avión se hundía a unos cien
metros, en un silencio total. Marini tomó impulso y se lanzó al agua, esperando
todavía que el avión volviera a flotar; pero no se veía más que la blanda línea
de las olas, una caja de cartón oscilando absurdamente cerca del lugar de la
caída, y casi al final, cuando ya no tenía sentido seguir nadando, una mano
fuera del agua, apenas un instante, el tiempo para que Marini cambiara de rumbo
y se zambullera hasta atrapar por el pelo al hombre que luchó por aferrarse a
él y tragó roncamente el aire que Marini le dejaba respirar sin acercarse
demasiado. Remolcándolo poco a poco lo trajo hasta la orilla, tomó en brazos el
cuerpo vestido de blanco, y tendiéndolo en la arena miró la cara llena de
espuma donde la muerte estaba ya instalada, sangrando por una enorme herida en
la garganta. De qué podía servir la respiración artificial si con cada
convulsión la herida parecía abrirse un poco más y era como una boca repugnante
que llamaba a Marini, lo arrancaba a su pequeña felicidad de tan pocas horas en
la isla, le gritaba entre borbotones algo que él ya no era capaz de oír. A toda
carrera venían los hijos de Klaios y más atrás las mujeres. Cuando llegó
Klaios, los muchachos rodeaban el cuerpo tendido en la arena, sin comprender
cómo había tenido fuerzas para nadar a la orilla y arrastrarse desangrándose
hasta ahí. «Ciérrale los ojos», pidió llorando una de las mujeres. Klaios miró
hacia el mar, buscando algún otro sobreviviente. Pero como siempre estaban
solos en la isla, y el cadáver de ojos abiertos era lo único nuevo entre ellos
y el mar.
FIN
CLASE 1
- Responde en tu
cuaderno, con letra clara y cuidando la redacción y ortografía.
-
Actividad de pre lectura :
1. ¿Cómo
se titula el texto?
2. ¿A qué género pertenece?
3. ¿De qué
crees que tratará el cuento?
4. ¿Qué te
hace pensar eso?
5. ¿Quién
es este hombre?
6. ¿Cómo
interpretas la portada?
- Actividad de
desarrollo
1.
Describe al protagonista
2. ¿Qué
significaba para el protagonista la isla?
3. ¿Cuál
era la isla?
4. ¿Cómo
termina la historia?
5. ¿Qué
conclusiones puedes sacar de lo leído?
6.
Invéntale un nuevo final
7. ¿Qué te
pareció el cuento? Justifica tu respuesta.
- Ampliando vocabulario.
(Los alumnos trabajarán con diccionario).
Busca el diccionario las
palabras subrayadas, y escribe el significado de cada una de ellas según el
CONTEXTO en el que se utilizan en el cuento.
1. Óvalo
2. Arrecifes
3. Lúgubre
4. Hordas
5. Falúa
6. Babor
7. Tácito
8. Implacables
9. Insidiosas
10. Escarpada
CLASE 2
- Crea tu propio relato
en relación con esta isla. Inventa a tus personajes y lo que ocurre en la
historia, el lugar geográfico debe ser el mismo al igual que sus
particulares características. Debe tener la extensión de una plana.
- Se trabajará en la
sala de enlaces, donde los estudiantes transcriben su cuento afinando los
detalles en colaboración del docente.
- Finalmente imprimen
sus cuentos y se pegan en los corredores del colegio.
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